Por Luis Bruschtein.
En la Asamblea General de la OEA que se realiza en Lima, Hillary Clinton tanteó a los demás cancilleres para lograr la reincorporación de Honduras. La mayoría de los países latinoamericanos se mostró renuente para abrirle la puerta al presidente Porfirio Lobo, porque no ha tomado ninguna medida contra los militares que dieron el golpe en su país. Clinton desistió y el consenso fue que la OEA no trataría ese tema en público. No quieren poner más en evidencia la debilidad de Lobo y tampoco quieren que cualquier medida contra los golpistas sea interpretada como una imposición. Por historia y por sobrevivencia, el golpismo militar siempre será importante para los gobiernos civiles de la región, nunca un tema menor. Por eso las declaraciones del embajador chileno en Buenos Aires, Miguel Otero, producen tanto ruido.
No solamente es una cuestión histórica. Las mayorías en este país y en todo el mundo detestan a Pinochet. Se lo detesta por lo que hizo en Chile y por lo que cada pueblo emparenta con cosas que sucedieron en sus propios países. Y de la misma manera se rechaza la idea del golpe militar.
En los años ’70 solamente dos o tres países de la región no tenían dictaduras militares. En muchos casos, como en el argentino o el boliviano, había dos o tres golpes por año. Era una lacra que empastaba la vida económica y social, impedía cualquier tipo de progreso y promovía la violencia. Y no se veía ninguna salida de ese infierno, porque, además, los gobiernos norteamericanos, las jerarquías eclesiásticas y los capitales concentrados y transnacionales estimulaban y eran favorecidos por él.
El golpismo es un camino de ida. No hay nada más fácil que entrar y después es casi imposible salir. Y además, la tentación es permanente, aunque hayan pasado años sin que se ejerza. Por eso, la mejor forma de tratarlo en la actualidad es como si fuera el virus de la viruela. Apenas queda suelto, hay que aislarlo y combatirlo. No se puede hacer ninguna concesión porque cada una que se haga será el escalón que tendrá el siguiente.
A Clinton, la tozudez de casi todos los gobiernos sudamericanos frente a Honduras puede parecerle irracional porque no vivió ni entiende el fondo de esta historia y las sensibilidades lógicas que despierta. Pero en ese tema tiene razón la intransigencia. No sólo se cuidan ellos mismos de un contagio, sino que además así también apuntalan el poder democrático en Honduras.
En ese contexto aparece el embajador de Chile y habla de Pinochet en los mismo términos en que lo hicieron los golpistas hondureños. En eso no hay originalidad. El golpe en Honduras se produjo unos meses antes de que finalizara el mandato de un presidente democrático y hubiera elecciones. No tenía sentido. Fue pura demostración de fuerza. Un ejemplo que se proyecta hacia todas las situaciones de crisis política o social que se puedan producir en América latina.
Las palabras de Otero parecen calcadas de las del presidente de facto hondureño Roberto Micheletti. Claro que Pinochet es más conocido que el golpista centroamericano. Justifica el golpe porque con Salvador Allende “no se podían comprar productos importados”. Y dice, como todos los golpistas, que la mayoría de los chilenos no vivió a Pinochet como un dictador.
Ningún gobierno, sea de Chile o de cualquier otro país, del color político que fuere, tiene derecho a enviar embajadores que se expresen de esa manera, que vayan en detrimento del esfuerzo por apuntalar los procesos democráticos que se abrieron en las últimas décadas. Eso es independiente del debate interno en Chile con los pinochetistas.
Puede parecer un cavernícola, un anacrónico o que sus palabras no pesan. Pero es como la viruela. Está erradicada desde hace muchos años y nadie se cruza de brazos: ante el primer síntoma se reacciona con energía, se toman todos los recaudos. Hablar bien de las dictaduras o del golpismo tiene un eco interno aunque se hable de Pinochet, no es aconsejable que lo hagan embajadores en esta parte del mundo.
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