Así contestó, a los 84 años, Kirk Douglas el cuestionario que conforma la excelente sección de la revista Esquire titulada 'Lo que sé'.
Mis hijos no tuvieron las ventajas que tuve yo en mi infancia: cuando uno viene de la pobreza más abyecta, no hay otra dirección adonde ir que no sea hacia arriba.
Sé que el amor es más hondo a medida que uno se hace más viejo.
Sé que todo el mundo tiene ego.
Sé que, por más que a los judíos nos enseñen a leer en hebreo, no entendemos un carajo de lo que estamos leyendo. Cuanto más estudio la Torá menos religioso me vuelvo, y más espiritual quizás.
En el último Yom Kippur opté por la traducción al inglés y descubrí que Dios no necesita que le cantemos alabanzas sino que seamos mejores como personas.
Sé que cada hijo es diferente y que hay que darles soga, siempre: no aconsejarlos mucho y dejarlos cometer sus propios errores. Es como el pase inglés: uno tira los dados y espera a ver qué pasa.
Sé que, a veces, lo que te compromete te libera. Yo no quería ser actor de cine. Mi vida era el teatro y la primera vez que me llamaron de Hollywood rechacé el ofrecimiento. Pero entonces nació mi hijo Michael y hacía falta más dinero, y me vine para acá.
Sé que todo buen aprendizaje termina sólo cuando estás bien muerto.
Sé que, si un hombre me diera a entender que nunca cometió un pecado en su vida, no me interesaría en lo más mínimo hablar con él.
Sé que hacer películas es una forma un poco cara de narcisismo.
Sé que los hijos necesitan la misma cercanía física con el padre como con la madre. Cuando beso a mis hijos en la boca, alguna gente me mira raro, pero no me importa porque sé que no es una debilidad.
Sé que el film "Atrapados sin salida", que hizo Jack Nicholson, fue una gran decepción en mi vida.
Compré los derechos para cine, pero nadie quería hacer una película con eso. Entonces pagué para hacerlo en Broadway, pero tampoco. Había una línea en especial en el libro que me parecía inigualable: cuando McMurphy trata de arrancar el lavatorio de la pared delante de los demás internos y no puede. Y todos lo están mirando y él gira hacia ellos y les grita: '¡Por lo menos traté!'. Hay días en que pienso que ése debería ser mi epitafio.
Sé que por algo es que la política se ha vuelto una mala palabra.
He sobrevivido a la caída de un helicóptero, con cirugía vertebral incluida, a un infarto que casi me lleva al suicidio, tengo un marcapasos y problemas en el habla. ¿Y qué? Siempre me digo: la edad está en la cabeza. Es el único antídoto que permite seguir funcionando.
Sé que millones de personas murieron por motivos religiosos: algo anda mal ahí, ¿no?
Sé que esto puede pasar: uno se muere, lo llevan frente al barbudo sentado en el trono, uno pregunta si eso es el cielo y el barbudo responde: '¿El cielo? De ahí acaba de venir, caballero'.
Sé que la única gente que puede destruir Israel son los judíos, porque su obstinación alimenta la división. Como decía aquel chiste en que se encuentran el presidente de los Estados Unidos y el de Israel y éste le dice: 'Sé que ha de ser difícil ser presidente de 250 millones de personas, pero ¿sabe lo que es ser presidente de cinco millones de presidentes?'
Todo el mundo se la pasa hablando de los viejos tiempos: que las películas eran mejores, que los actores eran superiores, que la gente era más solidaria.
Lo único que yo sé de los viejos tiempos es que ya pasaron.
Sé que pensar un poco en los demás es una manera de distraerse de uno mismo.
Creo que recién ahora empiezo a saber quién soy. Como si mis virtudes y mis defectos hubiesen estado hirviendo en una olla todos estos años y con el hervor se hubieran ido evaporando y convirtiéndose en humo, y lo que queda en el fondo de la olla es mi esencia, y se parece inquietantemente a aquello con lo que empecé al principio.
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